Walter Gallardo, desde Madrid, España
En la deslumbrante estación londinense de Saint Pancras, la estatua de una pareja domina el vestíbulo central bajo la amenaza o la indulgencia de un enorme reloj que pone exagerado énfasis en el paso de las horas, como si triturara el tiempo a modo de aviso o quizás de reproche. El hombre lleva puesto un traje formal y carga una pequeña mochila; rodea a la mujer con sus brazos y la atrae hacia su cuerpo con la mano derecha apoyada en la cintura. Ella usa un conjunto de chaqueta y falda; le acaricia el rostro con una mano, la tiene abierta como si le sostuviera la cabeza, y posa delicadamente la otra en la espalda, reteniéndolo. Sus frentes se tocan y parecen tentados a fundirse en un beso. ¿Es una despedida o un reencuentro? ¿Son amantes furtivos, atormentados por lo que no podrá ser, o una pareja que acaba de reconciliarse? ¿Se prometen amor eterno o es un adiós definitivo? Cuantas veces he pasado a su lado, no resistí preguntas de este tipo, cargadas de fantasía. Después de unos segundos, he acabado consolándome con algo así como “quién sabe, tal vez nada es totalmente lo que aparenta y ni siquiera lo que creemos que es”.
Sucede a menudo con la realidad según con qué ojos se la mire y con qué intenciones. Si una escena simple como aquella, que permite una corroboración, puede generar tantas opiniones diferentes, entonces no es difícil que estallen las pasiones, los odios y luego los enfrentamientos interminables por hechos ocurridos sólo una vez en la vida de un país, de una sociedad o de una familia. La distancia de los años multiplica los testimonios y los puntos de vista, también agrega información, dudas e insidia, pero rara vez trae la paz o el alivio de un acuerdo. A esto debemos agregar que el afán de las noticias del pasado no es la justicia, ni la reparación de un daño y ni siquiera el consuelo. Esos son roles tardíos, como vestimentas a medida, que les otorgan los intereses personales.
“Las cosas no son como las vemos, sino como las recordamos”, decía Valle-Inclán. Se sabe que nadie es propietario de todas las piezas que componen una verdad sino apenas de partículas o de una versión, de lo que la memoria recupera y luego somete a interpretaciones contaminadas de subjetividad y prejuicios. Esto crea sanos criterios divergentes, incluso opuestos, sobre algo o alguien en particular, pero a la vez una zona resbaladiza, equívoca, propicia para el trabajo de los falseadores, los que se dedican a reescribir el pasado con el propósito de convertir a los infames en héroes, a los asesinos en mesías y a los corruptos en gente honorable; son los mismos que se ocupan de urdir mundos paralelos, paraísos que cuestionan e insultan la honestidad de nuestros sentidos, o de inventar conspiraciones desde tiempos remotos para que los cobardes, inútiles o perversos encuentren una rápida coartada.
Siguiendo este camino, se han multiplicado aquí y allá corrientes revisionistas, algunas travestidas y otras recicladas, que desprecian las certezas porque sólo les sirve la confusión y el engaño; a las que tampoco les interesa la historia, el rigor en el análisis, sino su manipulación en el intento de crear una plataforma política o propagandística que trata -con más éxito en un lugar que en otro- de corregir el pasado cuando haga falta, hasta el de ayer mismo, para que el presente les resulte funcional a sus fechorías. Cuentan a favor con la pereza natural de gran parte de los ciudadanos por investigar o cuestionar lo que ve.
Han alcanzado el poder y ocupan un gran número de escaños parlamentarios tanto en países ricos como pobres, lo cual relativiza la idea de que el desarrollo es proporcional a la inteligencia o a los valores democráticos de un pueblo. ¿Son de derechas o de izquierdas? El color es un detalle que distrae a los incautos, lo cierto es que viven de la mentira y la trampa. En esto comparten la misma mesa y se nutren de las mismas fuentes. Cosechan votos en el hartazgo, la frustración y los miedos más primitivos de los ciudadanos; o prometen reivindicarlos apelando a nacionalismos e inventando afiebradas señas de identidad, y, siguiendo el manual del canalla, buscan un enemigo imaginario, exagerando su estatura y fortaleza, para eludir cualquier responsabilidad propia. Y como si esto fuera poco, al conseguir cargos públicos se financian con el dinero de todos.
En Europa, se definen por el falseamiento histórico, el cinismo y el odio. Sus víctimas preferidas son los inmigrantes, homosexuales, las mujeres independientes y cualquier sector que reclame un derecho o lo defienda; niegan el cambio climático o la pandemia, se manifiestan en las calles contra las vacunas y denigran a las organizaciones humanitarias; se apropian de los símbolos de sus países y de la palabra patria, cuestionan la veracidad de genocidios o dictaduras, y dicen representar y defender a la gente decente. Si no fueran peligrosos, sólo alcanzarían la condición de ridículos, como un sucedáneo de “La armada Brancaleone”.
Gobiernan en Hungría y en Polonia, países a los que la Unión Europea amonestó en unas cuantas ocasiones por transitar las cornisas legales. En Grecia, Amanecer Dorado, desplegando un patético cotillón nazi, llegó a ser la tercera fuerza política. Sus máximos dirigentes, para esperanza de los demócratas, han acabado en la cárcel. En Italia son conocidas las formaciones racistas que han integrado gobiernos, superando en calidad el esperpento de Silvio Berlusconi. Aún siguen activas. En Francia, Marie Le Pen, con su Frente Nacional, pide prohibir el velo musulmán y negar la nacionalidad a hijos de inmigrantes nacidos en el país, cerrar las fronteras, y salir de la Unión Europea. En Alemania, Dinamarca o Países Bajos otros movimientos con ideario parecido participan de las instituciones a las que no respetan o boicotean. En Austria han estado a punto de hacerse con el gobierno. Y en España, Vox, un partido con 52 diputados y más de 3 millones y medio de votos, admirador de la larga y cruenta tiranía de Franco, hace campaña criminalizando a las minorías y equiparando a los extranjeros con delincuentes. En este momento condiciona y chantajea a gobiernos regionales a los que apoya.
Si miramos hacia el continente americano, no será difícil encontrar personajes exaltados, manipuladores y autoritarios convencidos de contar con la bendición de los próceres y de la historia. Con el permiso del derrotado Donald Trump, bajo investigación ahora por fraude fiscal, el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, y el de Venezuela, Nicolás Maduro, tienen pocos competidores en el universo del despropósito. El primero vive en un estado de delirio irascible mientras sus compatriotas mueren en masa por la pandemia; el segundo, vestido habitualmente de bandera, ha obrado el milagro de que la abundancia de petróleo se tradujera en miseria, humillación y exilio, y el país deviniera en una sátira institucional.
O Daniel Ortega y su esposa, en Nicaragua, que descubrieron un método mágico para ganar elecciones: encarcelan a toda la oposición acusándola de terrorista y así los números salen. Se dicen revolucionarios avergonzando a los auténticos. O el presidente Alberto Fernández, de Argentina, que da cátedra sobre los orígenes del hombre americano con un monólogo a la altura del club de la comedia. Para sonrojo de Darwin, sabe exactamente de dónde vienen todos, pero no hacia dónde va él, ni su gobierno errático y petulante, ni sus políticas que han hundido en la pobreza -sin que mediara guerra o catástrofe natural- a más de un 45 por ciento de la población.
Como vemos, pasado y presente se confunden en estas corrientes. Ninguna es del todo nueva u original, sin embargo, están aquí hoy. Es el pasado que se proyecta maliciosamente retocado hacia el presente para asaltarlo y repetirse. Como con la estatua en la estación de Saint Pancras, resulta legítimo entonces sospechar que nada es totalmente lo que aparenta y ni siquiera lo que creemos que es. No suena descabellado llamar cautela y responsabilidad cívica a la desconfianza hacia estos mercaderes de célebres tragedias y fracasos.
Sería útil tener en cuenta una regla fundamental, la que señalaba Borges en “La otra muerte”, la misma que aquellos intentan subvertir: “(…) no cabría anular un solo hecho remoto, por insignificante que fuera, sin invalidar el presente. Modificar el pasado no es modificar un solo hecho; es anular sus consecuencias, que tienden a ser infinitas”.